El Nacimiento del Orbe de los Dragones

Rutnauhau agonizaba. Su esplendor, aquel que había iluminado los cielos de Beldar durante siglos, se desvanecía bajo el yugo implacable del Susurro de Nihaul. La ciudad, antes un refugio de conocimiento y arte, era ahora un mausoleo de piedra y ceniza. Elyandor el Inquebrantable permanecía en la cúspide de la Torre de los Lamentos, contemplando la sombra de lo que una vez fue la joya de Thadïl. Su túnica de hilos de luna ondeaba al compás de un viento espectral, pero no por el frío, sino por el peso de la desesperación.

Bajo él, el círculo ritual ya estaba trazado, delineado con la sangre de bestias sacrificadas y el polvo brillante de meteoritos caídos. En su centro, el Nombre Verdadero de Nyxorath se grababa en una secuencia de símbolos que vibraban con un poder antiguo, un eco del cosmos susurrando su advertencia. Pronto, esa criatura primigenia sería contenida. Pero el precio... el precio sería impensable.

El primero en ofrecer su sacrificio fue Thalrik el Forjador. Aquel enano, cuya voz era la de la piedra y el metal, acercó su pesado cuerpo a la fragua. Su canto, una letanía arrancada de los anales perdidos de los enanos, resonó en la noche mientras hundía sus manos en el líquido incandescente. No era simple metal, sino la esencia misma de Rutnauhau, el último aliento de la ciudad convertido en fuego. Con cada golpe de su martillo, moldeaba el corazón del Orbe, aquel núcleo palpitante que encerraría la entidad en su prisión eterna.

Pero el Orbe necesitaba más que forma. Necesitaba estructura, equilibrio entre las fuerzas titánicas que se batían en sus profundidades. Liora la Tejedora, con su huso de luz pura, extendió los dedos y comenzó a hilar el entramado de la realidad misma. Cada hebra que tejía era un fragmento de las leyes cósmicas, un mandato sobre el espacio y el tiempo, un límite impuesto a lo inefable. Sin embargo, su magia exigía un costo: su propia existencia se desvaneció en un torbellino de hilos dorados, consumida para sellar cada fisura por donde la corrupción pudiera escapar.

Dain el Silencioso, aquel cuyo poder residía en las palabras prohibidas, desató su última maldición. Descosió los hilos dorados que sellaban sus labios y pronunció su sentencia. Sus palabras no fueron sonido, sino una fuerza que rasgó la realidad misma. Nyxorath, aún atrapado en el círculo ritual, rugió con furia, pues comprendía que aquella voz le robaba su poder. Con cada sílaba, la esencia del ser oscuro se debilitaba. Dain cayó al suelo, inerte, su boca abierta en un grito sin sonido.

Kaelis el Puente, medio-dragón traicionado por los suyos, ofreció lo último que quedaba de él: su propio cuerpo. Sus huesos, fusionados con el Orbe, formaron una estructura indestructible, un marco donde las energías arcanas pudieran fluir sin romperse. Fue un tributo terrible, un recuerdo imborrable de que los dragones nunca aceptarían su esclavitud. 

Nyris la Joven, la más pura entre los sabios, se acercó al Orbe mientras este palpitaba con una luz oscura. Sabía lo que debía hacer. Sin temor, extendió sus brazos y permitió que la magia la consumiera. Su cuerpo cristalizó, convirtiéndose en la última capa, el escudo definitivo contra la corrupción. En el instante final, sus labios pronunciaron su última palabra: esperanza.

Elyandor, el último, tomó las Cadenas que él mismo había tejido con su alma. Las entrelazó alrededor del Orbe, fijando el sello definitivo. Con un último esfuerzo, cerró el vínculo, enterrando para siempre a Nyxorath dentro de la prisión que los sabios habían forjado con su sacrificio.

A cada palabra del antiguo conjuro que susurraba, la luz de los hilos que Liora tejía se apagaba gradualmente, consumiéndose en la tarea. Sus manos, antes ágiles y firmes, temblaban ligeramente, la energía vital escapándose de su cuerpo con cada hebra de realidad que anudaba en la estructura del Orbe. Su piel, tersa y luminosa momentos antes, comenzó a marchitarse, como si la propia esencia del tiempo la estuviera devorando. Sus facciones se afilaron, sus ojos brillaron con un último fulgor dorado, y su cuerpo se tornó translúcido. La magia consumía todo lo que ella era, hasta que, al tejer el último hilo del gran sello, desapareció en un súbito destello de luz plateada, como una estrella fugaz extinguiéndose en la negrura.

El Orbe pulsó por primera vez, un latido profundo que resonó en los huesos de los presentes. La realidad misma pareció estremecerse con su nacimiento, y las ruinas de Rutnauhau vibraron como si reconocieran el poder que estaba despertando en su corazón. Pero aún no era suficiente. Aún quedaban grietas, fisuras por las que la corrupción podría filtrarse. Nyxorath seguía susurrando desde dentro, su voz fragmentada, pero insistente.

Dain, el monje silencioso, avanzó con pasos lentos y calculados. Sus dedos largos y huesudos acariciaron los bordes del Orbe, sintiendo su energía cruda y turbulenta. Durante años había vivido en un voto de silencio absoluto, comprendiendo que las palabras tenían un peso que trascendía la simple comunicación. Pero ahora, en este instante, debía romper su voto. Debía entregar su voz al artefacto que sería el sello de una amenaza eterna.

Respiró profundamente, llenando sus pulmones con el aire cargado de magia y pronunció una única palabra. No fue un grito, ni un susurro, sino un encantamiento profundo y resonante, cargado con el peso cósmico de su sacrificio:

—Silencio.

El sonido se fragmentó en mil ecos invisibles, reverberando en los muros destruidos de la ciudad. El Orbe los absorbió con avidez, cada sílaba enterrando la vibración oscura de Nyxorath, amortiguando su influencia. Dain cerró los ojos, su cuerpo comenzó a deshacerse en sombras etéreas, sus vestigios disipándose como polvo en el viento. Lo único que quedó de él fue una silueta difusa grabada en la piedra, un recordatorio eterno del precio del silencio.

Kaelis, el puente entre los dragones y los Sabios, se arrodilló con pesadez. Su rostro, marcado por su herencia dual, reflejaba una profunda melancolía. Su corazón aún resonaba con el canto ancestral de los dragones, aquellos que habían protegido el mundo desde su nacimiento. Pero sabía lo que debía hacer.

Elevó su voz en un llamado primigenio, invocando a los dragones antiguos. El cielo, ahogado por la bruma de Rutnauhau, se desgarró con la llegada de los titanes alados. Sus escamas refulgían con el fulgor de siglos de poder acumulado. Y cuando vieron el destino que Kaelis les había reservado, su rugido fue un trueno de furia y traición.

El Orbe los atrapó, su energía arrastrándolos hacia su núcleo, sellando su poder en su interior. Pero antes de ser totalmente encerrados, los dragones se volvieron contra Kaelis. Sus garras atravesaron su cuerpo, su fuego consumió su carne, y lo último que vieron sus ojos dorados fue el rostro impenetrable de Elyandor, observando su sacrificio sin apartar la vista.

La sangre de Kaelis bañó el altar, y con su último aliento, el vínculo entre los dragones y el Orbe se completó.

Nyris, la más joven del Consejo, avanzó. No titubeó. No mostró miedo. Su mirada era clara, llena de propósito. Aún quedaba un último paso, el último sacrificio.

—Sellaré lo que queda —susurró.

Sus manos se posaron sobre el Orbe, y su carne comenzó a cristalizarse. Su piel se volvió etérea, su alma se extendió por la superficie del artefacto, integrándose con su estructura. Se convirtió en el escudo final, la matriz incorruptible que impediría que el sello alguna vez se rompiera.

En su último aliento, el Orbe de los Dragones se completó, y su luz se alzó sobre las ruinas de la ciudad en un destello cegador.

Solo quedaba Elyandor. Todos los demás habían caído. Rutnauhau ya no existía. La ciudad y su legado habían sido borrados, reducidos a ceniza y polvo.

El anciano Sabio se arrodilló ante el Orbe, sintiendo su inmenso poder. Sin dudar, tomó las Cadenas de Elyandor, tejidas con su propia alma, y las envolvió alrededor del artefacto, cerrando el vínculo eterno.

—Que esto nunca sea liberado —decretó.

Con esas palabras, el ritual terminó. La ciudad murió. La historia de Rutnauhau fue enterrada. Y el Orbe de los Dragones fue escondido en lo más profundo del mundo.

Pero incluso en el olvido, su eco persistía.

Nyxorath aún esperaba.

En las noches más oscuras, cuando el viento sopla entre las ruinas, se dice que aún pueden escucharse los ecos de los siete... susurros que recuerdan al mundo el precio de su salvación.

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