La Canción de las Ocho Espadas

Capítulo 1: La Profecía del Último Amanecer

El Silencio del Gran Reloj

El sonido de engranajes detenidos resonó como un trueno apagado en los pasillos del Templo Estelar de Corellon. Un eco de piedra contra piedra, la muerte de un mecanismo que había medido el transcurrir de los Altos Ciclos Élficos. El Gran Reloj de Cristal, que nunca antes había fallado, se había detenido.

Las agujas, siempre danzarinas bajo la luz lunar, ahora estaban inmóviles. Lo peor no era su cese repentino, sino la posición en la que se congelaron: el Creciente Sombrío, símbolo de la profecía más temida.

Desde las torres del templo, los sacerdotes miraban con miedo los cielos oscurecidos. La bóveda celeste, donde las constelaciones cantaban a Corellon, estaba en mutismo absoluto. Las estrellas no respondían.

En las calles de mármol blanco de Avallónë, la capital de Thal’dor, los elfos alzaban sus antorchas en una última muestra de desafío. Pero sus rostros, habitualmente serenos, estaban surcados por la inquietud. La luz de las llamas titilaba como si fuera insuficiente. Era como si algo en el aire bebiera su calor, una presencia invisible que drenaba el fulgor de la vida misma.

La ciudad, que en tiempos de esplendor había sido la joya de Valarion, ahora parecía vulnerable. Su belleza no la protegería del destino que se avecinaba.

Y desde las montañas de Thyndrael, el viento trajo la primera señal del enemigo.

Ecos de la Fractura

Los pergaminos del Templo Estelar guardaban una historia de dolor y división: la caída del antiguo reino de Valarion, la Gran Fractura que lo había dividido en tres naciones élficas:

  • Thal’dor, el bastión de los guerreros élficos.
  • Idril, los guardianes de los bosques y los vientos.
  • Thyndrael, el reino de la magia y el conocimiento.

Tres pueblos nacidos de un mismo linaje, pero separados por la traición y el deseo de poder.

Cuando Aelthar el Unificador, último rey de Valarion, fue traicionado en la Guerra de los Cetros, su espada—Melercir—desapareció junto con la esperanza de unificar a los elfos. Desde entonces, los tres reinos habían vivido en una paz incómoda, una tregua frágil sostenida por el miedo a un enemigo que ya no existía.

Pero ahora, el enemigo había regresado.

La Letanía de Elandril

En el corazón del Templo Estelar, ante el Oráculo Roto, el Vidente Elandril alzó su voz. Sus ojos, vacíos de pupilas pero llenos de luz interna, se reflejaban en el humo negro que emergía del monolito de ébano.

Las palabras escaparon de sus labios en un tono imposible de ignorar:

"Cuando la noche devore los Tres Reinos, los Ocho Portadores se alzarán con sus Luminarias..."

"Pero solo la Novena Espada, forjada antes de la Fractura, decidirá si los elfos merecen sobrevivir."

El aire se volvió pesado. Nadie osó moverse. La profecía no era nueva, pero nunca antes había sido pronunciada con una certeza tan absoluta.

Las Ocho Luminarias, espadas sagradas forjadas para la última guerra, estaban listas. Sus portadores habían sido elegidos. Y sin embargo, la batalla no sería decidida por ellos. La clave aún estaba perdida en las sombras del pasado.

El Último Destino de Melercir

Todos conocían la historia de la espada perdida, la hoja que había pertenecido a Aelthar, el último rey unificado.

Era una reliquia de la Era Dorada de Valarion, forjada en los Talleres de Vilyanór, donde los metales estelares eran moldeados por manos divinas.

Melercir no solo había sido un arma. Había sido un símbolo.

Cuando Aelthar cayó, su espada desapareció. Algunos decían que había sido tomada por sus asesinos. Otros, que la misma magia del antiguo reino la había ocultado hasta que los elfos fueran dignos de recuperarla.

Pero ahora, la profecía indicaba su regreso.

La Marea de Ur-Thalek

Desde las Llanuras de Nekhron, los exploradores trajeron noticias terribles.

Ur-Thalek, el Nigromante Maldito, el enemigo que había jurado venganza contra los elfos, marchaba hacia ellos con su ejército de espectros y cadáveres reanimados.

Él no había olvidado.

Los Reyes de Valarion habían condenado su pueblo al exilio y a la muerte. Ahora, él regresaba para imponer su propia justicia.

Lirindë, la tierra neutral donde antaño se coronaban los monarcas élficos, sería el campo de batalla definitivo.

El tiempo se agotaba.

El Último Amanecer

Las llamas de Avallónë palidecieron hasta casi extinguirse.

Los guerreros élficos afilaban sus espadas en el interior de sus fortalezas. Los magos de Thyndrael recopilaban los últimos hechizos capaces de contener la marea espectral. Y en los bosques de Idril, los guardianes se preparaban para la batalla que decidiría el destino de su raza.

Pero en lo más profundo de Vilyanór, en una caverna olvidada por el tiempo, un destello dorado iluminó la oscuridad.

Melercir había despertado.

 

 

Capítulo 2: Las Espadas de la Fractura

La noticia de la detención del Gran Reloj de Cristal en el corazón de Avallónë no viajó por mensajeros, sino por un escalofrío que recorrió la espina dorsal de todos los elfos. Se extendió como un fuego salvaje, no por la velocidad, sino por la devastación emocional que dejaba a su paso. La inminente marcha de Ur-Thalek desde las Llanuras de Nekhron no era solo un rumor; era el eco del pasado, el sonido de una venganza que había madurado en la oscuridad durante milenios.

Los Tres ReinosThal’dor, con sus ciudades de mármol blanco y eruditos que susurraban conjuros antiguos; Thyndrael, forjado en la dureza de las montañas y la pasión de sus guerreros; y Idril, envuelto en los misterios de sus bosques ancestrales y la sabiduría de sus videntes—sentían la misma sombra alargarse. Siglos de desconfianza, de pequeñas rencillas y de heridas nunca curadas por la Fractura—la dolorosa división del glorioso reino de Valarion tras la Guerra de los Cetros—se vieron repentinamente empequeñecidos. Sus orgullos ancestrales, sus fronteras celosamente guardadas, sus disputas sobre los viejos tratados y las tierras disputadas, todo se desvaneció ante la sombra inminente de la aniquilación total.

Por primera vez en centurias, los embajadores de los tres reinos, normalmente distantes, recelosos y apenas tolerantes, se reunieron en una tregua silenciosa, forzada por la desesperación. Sus ojos, enrojecidos por la falta de sueño y la ansiedad, se encontraron no con la mirada de un enemigo, sino de un compañero en el desastre. La supervivencia de su raza dependía de unir lo que se había roto, de reencender la chispa de lo que una vez fue Valarion.

En las entrañas de la tierra, donde el metal y la magia se fusionaban, los Hornos de Vilyanór volvieron a rugir con una intensidad olvidada. Estas antiguas forjas, antaño los latidos metálicos del reino de Valarion, donde se crearon las armas de los Reyes Unificados, habían permanecido frías y silenciosas, custodiando los secretos de una era dorada. Ahora, el fuego danzaba salvaje, lamiendo los cielos nocturnos, y el metal cantaba bajo el golpe de los martillos, un coro de creación y de desesperación.

Los herreros de los Tres Reinos, con sus técnicas y secretos distintos—los de Thal’dor, maestros en el mithril estrellado; los de Idril, forjadores de acero volcánico; los de Thyndrael, guardianes de los metales vivos de los bosques—trabajaron juntos por primera vez en siglos. Las chispas volaban como luciérnagas en la oscuridad de las fraguas, los martillos golpeaban rítmicamente sobre el yunque, un ritmo que era tanto de agotamiento como de férrea determinación. Los diseños ancestrales de Valarion, recuperados de viejos tomos polvorientos y de las memorias susurradas por los elfos más ancianos, guiaron sus manos cansadas. No era solo la creación de armas, era un acto de fe, un intento desesperado de tejer de nuevo los fragmentos de un pasado glorioso.

Cada espada, cada “Luminaria” de la profecía, estaba destinada a encarnar una virtud fundamental del antiguo reino, un pilar que había sostenido a Valarion antes de su caída. No eran meras armas, sino extensiones de la voluntad y el espíritu élficos, infundidas con magia antigua y un propósito sagrado:

  • Aglara (Lealtad) - La Espada del Amanecer: Forjada bajo la luz pura de la Estrella de Thal’dor, un cristal místico que solo brillaba con su máxima intensidad en las noches más oscuras, atrayendo la luz de las constelaciones. Aglara representaba la inquebrantable devoción a su pueblo y a los principios eternos. Su hoja, al ser blandida, dejaba una estela plateada tan brillante que quemaba la oscuridad, disipando las sombras con cada corte. Se decía que los corazones leales sentían su eco, fortaleciéndose en su presencia.
  • Celebtil (Valor) - El Filo de Fuego Celestial: Templado no en agua, sino en las ardientes Llamas de Idril, el volcán sagrado de ese reino, cuya caldera se abría una vez cada siglo. Celebtil era la manifestación de la bravura intrépida y la resolución inquebrantable. Sus llamas azules, que danzaban a lo largo de su filo, no solo consumían el mal, sino que infundían un coraje indomable en aquellos que luchaban a su lado, quemando el miedo en sus corazones. Las leyendas contaban que el alma de los guerreros más valientes de Idril residía en su interior, guiando cada golpe.
  • Curuntur (Sabiduría) - La Daga Cantarina: Su filo no era solo afilado, sino que estaba afinado con los etéreos Vientos de Thyndrael, llevando consigo la calma y la perspicacia necesarias para desentrañar los engaños más complejos. Curuntur no hablaba con voz, sino con una melodía silenciosa que susurraba soluciones a los problemas, revelando las debilidades ocultas de los enemigos y disipando las ilusiones con una brisa mental. Era el arma de la mente tanto como del cuerpo.
  • Gil-glin (Justicia) - La Hoja más Rápida que el Orgullo Élfico: Forjada con una aleación tan ligera y resistente que parecía desafiar la materia. Su velocidad y precisión eran legendarias, capaz de cortar el aire y la mentira con la misma facilidad. Gil-glin representaba la búsqueda incesante de la verdad y la equidad, sin importar cuán difícil fuera el camino. Se decía que vibraba levemente en presencia de una gran injusticia, como una brújula moral.
  • Noril (Vigilancia) - La Espada que Veía a Través de las Mentiras: Su superficie, aparentemente normal y de un acero pulido, revelaba las verdaderas intenciones de un enemigo y los hechizos ocultos. Noril era la encarnación de la cautela y la previsión, esencial en una guerra donde la oscuridad tejía engaños por doquier. Su portador sentía la falsedad como un sabor amargo en la boca.
  • Turang (Sacrificio) - La Sombra que Protegía la Luz: Una hoja de acero oscuro, casi negro, forjada con la misma dureza que la voluntad de ofrecer la propia vida por el bien mayor. Turang absorbía el daño y la magia oscura, soportando el peso de la batalla para que otros pudieran prevalecer. Era una espada que no buscaba la gloria individual, sino la protección y la resistencia, un escudo más que una lanza.
  • Ururin (Renacimiento) - El Guardián de la Tierra Herida: Imbuida de la vitalidad inagotable de la naturaleza élfica, forjada con ramas petrificadas de los primeros árboles de Valarion. Ururin era capaz de sanar y purificar. Su toque traía nueva vida a la tierra marchita por la nigromancia, haciendo brotar brotes verdes y flores luminosas donde antes solo había desolación, simbolizando la esperanza de un nuevo comienzo después de la devastación.
  • Melercir (Unidad) - La Espada que Recordaba: No forjada en estos hornos ni en esta era, sino rescatada de las profundidades de la historia, envuelta en leyendas y susurros. Melercir era el espíritu mismo de Valarion, la memoria tangible de la unidad perdida, la promesa de lo que podrían volver a ser si lograban superar sus divisiones. Era la Octava Espada de la profecía, el eje central sobre el que pivotaría su destino, una reliquia que latía con la añoranza de lo que una vez fue completo.

Los elegidos para empuñar estas Luminarias no eran meros guerreros, sino almas que resonaban con las virtudes de sus espadas. Provenían de cada rincón de los Tres Reinos, rompiendo barreras ancestrales y prejuicios arraigados. Aglara Silmë, la más noble de Thal’dor, con su corazón inquebrantable, su porte regio y una destreza en la esgrima que parecía una danza mortal. Elrien Thalor, el más valiente de Idril, cuya fuerza física y determinación eran legendarias, su cuerpo una fortaleza y su espíritu un fuego inagotable. Aerith Nyael, la más sabia de Thyndrael, con su aguda mente, sus ojos que veían más allá de lo evidente y su conexión casi mística con los vientos y los ecos de la naturaleza.

Se sumaron a ellos: Thalio Erendil, un joven pero prometedor espadachín de Thal’dor, cuya velocidad era comparable a la de una exhalación. Lyara Valthen, una sanadora y vidente de Thyndrael, sus ojos azules capaces de percibir los hilos de la magia más sutil. Vaelor Ithrin, un veterano de Idril, cuya presencia imponente y cicatrices contaban historias de innumerables batallas. Y Galenith Celebar, un guardián de los bosques de Thyndrael, con la paciencia de un roble antiguo y la ferocidad de un lobo.

Y finalmente, entre ellos, destacó una figura que, a primera vista, parecía la menos preparada para tal destino: Vaëlen Thurien. Joven, más académico que guerrero, con un espíritu inquieto y una curiosidad insaciable, era el último descendiente conocido de Aelthar el Unificador. Fue a él a quien le correspondió empuñar a Melercir, la espada que había esperado siglos por su legítimo portador. Sus manos temblaban al asir la empuñadura, no solo por el peso físico del arma, sino por el inmenso legado que representaba. Era el peso de una era, de una promesa, de una herida que solo él, quizás, podría ayudar a cerrar.

—Esta espada no olvida —susurró la hoja en su mente, una voz que era a la vez un eco del pasado, el murmullo de un antiguo rey, y una melodía urgente del presente—. Tú tampoco deberías.

La voz de Melercir era más que un pensamiento fugaz; era una resonancia del alma de Valarion, una memoria viviente que se transfería directamente a la mente y al espíritu de Vaëlen. El joven elfo sintió el peso de la historia, de la gloria perdida y de la esperanza renovada, todo ello pulsando a través de la empuñadura. El camino hacia Lirindë, hacia la batalla que decidiría el destino de los elfos, se extendía ante ellos, un camino pavimentado con incertidumbre, con los huesos de los ancestros y la promesa de un sacrificio incalculable. La Canción de las Ocho Espadas estaba a punto de comenzar su primera estrofa, pero el destino de Melercir, y de toda la raza élfica, aún estaba por escribirse.

Capítulo 3: La Batalla de los Tres Reinos

El alba sobre Lirindë no trajo consuelo. La planicie sagrada, donde antaño se coronaba a los Reyes de Valarion con cantos de unidad y esperanza, ahora se cargaba con el presagio de la muerte. No era solo el viento frío que soplaba desde las Llanuras de Nekhron, un aliento gélido que prometía la aniquilación, sino la ominosa presencia de los Ejércitos Olvidados de Ur-Thalek. Cientos, miles de siluetas deformadas emergían de la bruma del amanecer, una marea de terror que se extendía hasta donde alcanzaba la vista.

Eran cadáveres de elfos caídos en la Guerra de los Cetros, ahora levantados de sus tumbas por la voluntad profana del Nigromante. Marchaban con un crujir de huesos secos y el arrastrar de armaduras herrumbrosas, un hedor a tumba abierta que sofocaba el aire puro de la mañana. Sus ojos, vacíos y corruptos, ardían con una luz verdosa y maligna, dirigidos por la voluntad férrea de Ur-Thalek. La paradoja era cruel, un veneno en el alma de los elfos vivos: sus propios ancestros se levantaban contra sus descendientes, marionetas de una venganza milenaria, un macabro recordatorio de su fractura.

El campo de batalla de Lirindë se transformó en un infierno en la tierra. Los gritos de guerra élficos, cargados de desesperación y furia, se mezclaban con los gemidos guturales de los no muertos, un coro disonante de vida y no-vida. La luz de las espadas de los Portadores era un faro titilante de esperanza en la creciente oscuridad, destellos de desafío contra la marea negra.

Aglara Silmë, con Aglara, la Espada del Amanecer, lideró la carga sin dudar. Su figura, esbelta pero poderosa, era un faro de determinación para los soldados de Thal’dor. Su espada cortaba el aire como un relámpago plateado, cada estocada un trazo de luz que desintegraba a los espectros y pulverizaba los cuerpos reanimados con una precisión letal. Cada golpe era un testimonio de la lealtad inquebrantable a su pueblo, una luz que se negaba a extinguirse, un desafío abierto a la noche que amenazaba con devorarlos a todos. Las esencias corruptas se disipaban ante ella como humo en el viento.

A su lado, un torbellino de llamas azules, Elrien Thalor blandía Celebtil, el Filo de Fuego Celestial. Sus ataques eran una sinfonía de valor puro. Las llamas etéreas de su espada no solo consumían a los no muertos, reduciéndolos a cenizas humeantes, sino que quemaban las banderas de Idril, ahora corrompidas, que vestían los caídos. El calor que emanaba de su espada era tan intenso que el aire a su alrededor se distorsionaba en ondas visibles, y cada estocada era un acto de valor puro, una promesa ardiente de no ceder terreno ante la invasión. Elrien gritaba el nombre de su reino con cada golpe, su voz ronca por el esfuerzo y la determinación.

Más allá, una sombra ágil y casi imperceptible, Aerith Nyael danzaba entre las sombras del caos. Curuntur, la Daga Cantarina, silbaba en su mano, no cortando carne, sino los hilos invisibles de los hechizos de Ur-Thalek que manipulaban las masas de no muertos. Con una agilidad sobrenatural, más parecida a la de un espíritu del bosque que a la de una guerrera, Aerith desentrañó la magia que mantenía unido a un Coloso de Huesos, una abominación grotesca hecha de esqueletos entrelazados de gigantes y bestias. La criatura, un monumento a la nigromancia, se desmoronó con un estruendo ensordecedor, sus partes dispersándose en el suelo como piezas de un macabro rompecabezas, liberadas de la voluntad del Nigromante. La sabiduría de Curuntur era su arma más potente, una luz en la oscuridad del engaño.

Pero entonces, en el fragor de la batalla, cuando la marea de la resistencia élfica parecía ganar un poco de terreno, el suelo se abrió. No fue un terremoto natural, sino una fisura oscura y humeante que se rasgó en la tierra, liberando un hedor a azufre, a tumba antigua y a descomposición que sofocó el aire, robándole el oxígeno a los pulmones de los elfos. Ur-Thalek emergió de la grieta, su figura imponente envuelta en los Harapos del Primer Necromante, una reliquia legendaria de Valarion que pulsaba con un poder ancestral y malévolo. Su presencia, más espectral que física, proyectaba una sombra aún más profunda sobre el campo de batalla, un manto de desesperación que se extendía con cada paso.

Su voz, un crujir de tumbas abiertas y un eco de agonía eterna, no solo retumbó en los oídos de los elfos, sino que penetró directamente en sus mentes, helando la sangre en sus venas: —¿Usáis las armas de vuestros ancestros? ¡Yo les enseñaré a temerlas!

Alzó su bastón nudoso, un fuste retorcido y oscuro que parecía forjado en la esencia misma de la muerte, y la realidad misma pareció temblar y distorsionarse a su alrededor. De la negrura de la grieta, con un lamento etéreo que perforaba el alma, surgieron seis espectros ancestrales, más imponentes y poderosos que cualquier otro no muerto visto hasta entonces. Eran los Reyes Traicionados de la Fractura, las almas de los monarcas cuyas decisiones habían llevado a la división de Valarion, y cuyas almas nunca descansaron en paz. Sus formas etéreas flotaban sobre el campo, sus ojos vacíos ardían con una luz fría y distante, sus coronas de sombras eran una burla cruel de la realeza perdida. Eran los reyes cuyas almas nunca descansaron, atrapadas y corrompidas por Ur-Thalek, ahora manifestándose como las armas más crueles y personales del Nigromante, un tormento para sus descendientes.

La visión de los reyes espectrales causó una pausa en el avance élfico, un momento de horror paralizante. Fue entonces cuando Vaëlen Thurien sintió que Melercir se calentaba hasta casi quemarle la mano. La espada vibraba con una intensidad inusual, un latido furioso que se sincronizaba con el propio pulso de Vaëlen. La voz en su mente, la voz de Valarion mismo, se volvió más clara, más urgente, llena de una pena y una rabia antiguas. La espada recordaba a esos fantasmas, a esos reyes que una vez habían sido sus compañeros en la gloria, pilares de un reino unido.

—Eran mis amigos —murmuró la hoja en la mente de Vaëlen, una pena antigua resonando en su alma, una pena que se unía a la suya propia—. Ahora son marionetas. No los destruyas. Libéralos.

Con un grito desgarrador, un grito que no era de miedo sino de una furia justificada por la profanación y una profunda tristeza por la tragedia de sus ancestros, Vaëlen se lanzó hacia adelante. No era el más fuerte, ni el más experimentado, pero la conexión con Melercir le otorgaba una determinación inquebrantable, una fuerza más allá de lo físico. Melercir brilló con la luz de Valarion Unido, una explosión dorada que cortó la oscuridad y la corrupción que rodeaba a los espectros. Al blandir la espada contra ellos, Vaëlen no los destruyó con furia destructiva, sino con un acto de liberación. Y en un instante conmovedor, que duró una eternidad en la mente de Vaëlen, los rostros vacíos de los Reyes Traicionados sonrieron con gratitud, un último destello de su antigua esencia y de su libertad, antes de disiparse en una niebla plateada que se elevó hacia el cielo, finalmente libres del tormento de Ur-Thalek. Un suspiro colectivo de alivio escapó de los elfos al ver a sus ancestros encontrar la paz.

El Nigromante rugió de ira, un sonido gutural, más de bestia herida que de señor oscuro. La liberación de los reyes fue un golpe directo a su control, un acto que desmantelaba su burla más cruel. Olvidando a los demás Portadores por un momento, la furia de Ur-Thalek se centró exclusivamente en Vaëlen.

El Precio de la Unidad

El duelo que siguió fue desesperadamente desigual. Ur-Thalek no era solo un enemigo, era imparable, una fuerza de la naturaleza oscura, alimentada por siglos de odio y resentimiento. Sus hechizos pudrían el aire a su alrededor, corrompiendo la misma esencia de la vida con su sola presencia. Sus palabras, susurradas con la voz de la muerte y el crujir de tumbas, helaban la sangre, paralizando a los elfos con miedo y desesperación. Uno a uno, los Portadores, a pesar de su valentía y sus poderosas Luminarias, comenzaron a caer, no siempre físicamente, pero sí en su capacidad de resistir el poder abrumador del Nigromante. Ur-Thalek no solo los superaba en poder bruto, sino también en malicia, en la sutileza de su magia y en el conocimiento de sus puntos débiles.

Thalio Erendil, el joven y veloz portador de Gil-glin (Justicia), se lanzó con la velocidad del rayo, su espada silbando en el aire como un viento furioso. Intentó cortar un rayo de oscuridad que se dirigía a un grupo de elfos heridos, un acto de justicia instintivo. Pero la magia de Ur-Thalek era demasiado densa, demasiado potente, una barrera irrompible. Gil-glin se rompió con un sonido metálico seco, partiéndose en dos mitades que cayeron al suelo, su brillo apagado. Thalio cayó, herido de gravedad por la explosión de energía oscura, su arma destrozada, su espíritu de justicia momentáneamente quebrantado por la cruda realidad del poder del nigromante. La impotencia lo atenazó.

Vaelor Ithrin, con Turang (Sacrificio), se interpuso valientemente en el camino de una oleada de energía necrótica que amenazaba con aniquilar a la mitad de la compañía de elfos. La espada oscura absorbió demasiada magia negra; no solo vibró violentamente, sino que comenzó a gritar en una lengua élfica antigua, una lengua de dolor y tormento que solo los más sabios podían entender. Las inscripciones en su hoja brillaron con una luz roja enferma, pulsando con la agonía del sobreesfuerzo. Turang, la sombra que protegía la luz, se estaba consumiendo, corroyéndose lentamente en la mano de Vaelor. Pero el guerrero de Idril se mantuvo firme, una fortaleza viviente, su cuerpo temblaba bajo la carga, pero no cedía, sacrificándose por los demás, incluso mientras el filo de su arma se desintegraba lentamente.

Galenith Celebar, el portador de Ururin (Renacimiento), desesperado por sanar la tierra que Ur-Thalek contaminaba con su mera presencia, clavó su espada en el suelo. De la hierba marchita brotaron flores luminosas que purgaron la corrupción en un pequeño radio, creando un oasis de vida en medio de la desolación. Pero el Nigromante, anticipando su movimiento, tejió un hechizo de atadura con un gesto desdeñoso: raíces corruptas, negras y retorcidas, emergieron del suelo con velocidad antinatural y atraparon a Ururin, inmovilizándola. La vida quedó enredada por la muerte. Galenith luchó con todas sus fuerzas por liberarla, sus manos raspadas y sangrantes, pero la espada, el guardián de la tierra herida, quedó atrapada, incapaz de sanar más, un símbolo de la desesperación que se apoderaba de ellos.

La desesperación comenzaba a asentarse como una niebla pesada. Los elfos, a pesar de su valentía y los sacrificios de sus Portadores, sentían que su fin estaba cerca. La resistencia se volvía cada vez más una tarea imposible. Ur-Thalek, al ver la caída y el sufrimiento de los Portadores, sonrió. Su rostro de hueso pálido se contorsionó en una mueca de triunfo sádico, y sus ojos, carbones ardientes en las cuencas, brillaban con una malicia inconmensurable, disfrutando de su victoria. —Todavía no habéis visto mi verdadero poder. —Su voz resonó en la mente de todos con una claridad escalofriante, y una presión abrumadora cayó sobre el mundo, como si la misma existencia se comprimiera. Y entonces, el mundo se inclinó. No literalmente, sino como si la misma realidad se torciera bajo el peso de su voluntad. La moral de los elfos se desplomó, el aire se hizo pesado, y la esperanza se volvió una carga inalcanzable, una ilusión dolorosa.

Fue en ese momento de abrumadora desesperación, con el mundo a punto de desmoronarse bajo el poder incontrolable del Nigromante, cuando Aglara Silmë y Vaëlen Thurien se miraron. En medio del caos y la desesperación, sus ojos se encontraron, no solo los ojos de dos guerreros, sino los de dos líderes de reinos separados por siglos de desconfianza. Y un entendimiento instantáneo, silencioso y profundo, floreció entre ellos, una chispa de iluminación. Un conocimiento que trascendía las palabras, una verdad que había sido olvidada durante siglos de Fractura, pero que ahora se revelaba con dolorosa claridad: solo juntos. No había una solución individual, no bastaba con la fuerza de una sola espada; solo la unidad podía prevalecer.

Con un grito que resonó con la determinación de mil años de resistencia élfica, un grito que no era de un solo individuo, sino de un pueblo, Aglara alzó su espada, Aglara (Lealtad). No la blandió para atacar al Nigromante, sino para canalizar. Toda su esencia, toda la luz pura que había forjado su espada y que residía en su interior, fluyó como un río dorado hacia Melercir, la espada que Vaëlen sostenía con manos temblorosas, ahora más por la carga que por el miedo. La hoja antigua, opaca por la fatiga de la batalla y el peso de su historia, se transformó al recibir el torrente de luz. Las runas de Thal’dor, Idril y Thyndrael, que habían permanecido separadas y latentes en sus fragmentos de mithril estelar, brillaron al unísono, no como símbolos individuales, sino como un tapiz de luz entrelazado. Por primera vez en siglos, los símbolos de los Tres Reinos se entrelazaron en la superficie de Melercir, una danza luminosa que proclamaba una unidad redescubierta, una resurrección del espíritu de Valarion. Melercir no era solo una espada, era la promesa, el alma misma de Valarion renacida.

Con una fuerza renovada, una fuerza que no era solo la suya sino la de todo un pueblo, la de todos los elfos que aún luchaban y los que habían caído, Vaëlen Thurien se irguió. Aglara Silmë colocó su mano sobre la de él en la empuñadura, su voluntad fusionándose con la de Vaëlen, uniendo la lealtad y la unidad en un solo propósito. —¡Por Valarion! —gritaron ambos al unísono, sus voces una sola, un eco de la unidad perdida y encontrada, un grito que se elevó por encima del fragor de la batalla.

Y con esa fuerza combinada, con el poder de la unidad y la esperanza renacida, con el filo incandescente de Melercir pulsando con la luz de tres reinos, clavaron la espada en el corazón corrupto de Ur-Thalek.

El nigromante gritó, pero esta vez, su grito no fue de rabia o de dolor físico, sino de un profundo y abrumador reconocimiento. Sus ojos, antes llenos de malicia y victoria, se abrieron de par en par con una mezcla de sorpresa y algo que se parecía a una melancólica comprensión, como si un recuerdo largamente suprimido emergiera en sus últimos instantes. —¿Aelthar...? —susurró, un nombre que había permanecido enterrado bajo siglos de odio y venganza, un nombre que resonaba con la traición y la caída de su propio pueblo. Su voz se desvaneció, arrastrada por la luz purificadora, y su cuerpo se deshizo en polvo ancestral, un torbellino de ceniza oscura que se dispersó en el viento, borrado por la luz de la unidad. El poder que había mantenido su venganza ardiendo durante tanto tiempo se disipó finalmente, y el mundo, por primera vez en mucho tiempo, respiró, liberado de la pesada sombra de Ur-Thalek.

Epílogo: El Juicio de Melercir

El silencio que siguió a la desintegración de Ur-Thalek no fue solo la ausencia de ruido de batalla; fue una calma abrumadora, casi sagrada, que se instaló en el corazón de Lirindë. Era un silencio denso, cargado con el peso de la muerte y la victoria, un eco de la batalla que acababa de terminar y un preludio incierto de lo que estaba por venir. Las ruinas de la planicie sagrada se extendían a su alrededor, un paisaje desolador de tierra quemada, cuerpos inertes y el polvo ancestral del Nigromante. Sin embargo, sobre esta escena de devastación, flotaba una tenue luz de esperanza, una promesa naciente que apenas comenzaba a romper la oscuridad.

Los Portadores supervivientes, un puñado de héroes agotados pero vivos, se reunieron lentamente en torno a Melercir. La espada yació en el suelo, ahora opaca, desprovista de su brillo incandescente. Su deber, el de ser la llave para una unidad fugaz, se había cumplido. Su esencia parecía haberse agotado, como una estrella que ha dado su última y más brillante luz, dejándose consumir para iluminar el camino. El mithril estelar, que antes vibraba con el poder de Valarion, ahora parecía mero metal, frío y silencioso.

Elandril el Vidente, cuya visión, aunque nublada por los restos del oráculo roto, se había mantenido constante a través de la oscuridad, se acercó con pasos lentos y pesados. Su figura frágil parecía aún más pequeña junto a la inmensidad del campo de batalla. —La profecía mencionaba una Novena Espada —murmuró, su voz un hilo de niebla que apenas se oía por encima del suspiro del viento—. Pero solo hubo ocho… ¿o no?

El corazón de Vaëlen Thurien latía con una mezcla de agotamiento, alivio y una extraña claridad. Aún con la mano sobre la empuñadura fría de la ahora inerte Melercir, miró hacia el este, donde las montañas de Thyndrael se teñían de rojo con los primeros atisbos de un verdadero amanecer. No era el falso brillo de la magia oscura, sino la luz real del sol, que prometía un nuevo día. Una nueva comprensión se asentó en su corazón, una revelación traída por la unión con la espada y la sabiduría ganada en la batalla, forjada en el fuego y el sacrificio.

—Melercir nunca fue la novena —reveló Vaëlen, su voz, aunque cansada, llena de asombro y de un nuevo propósito que antes no había discernido—. Solo la llave. La última espada aún espera... en las Ruinas de Valarion.

Y entonces, como si respondiera a sus palabras, como si su destino estuviera atado a esa última pieza del rompecabezas, Melercir se quebró. No con violencia, no con un estallido destructivo, sino con una fragilidad hermosa, como un cristal que se disuelve en el aire. Se partió en tres fragmentos, cada uno de ellos brillando con el emblema de uno de los reinos: Thal’dor, con su estrella plateada; Idril, con su llama azul; y Thyndrael, con su remolino verde. Los símbolos que se habían entrelazado para la victoria, que habían sido el motor de su unión, ahora se separaban, pero no como una fractura dolorosa, sino como una promesa de unificación futura, de una reconstrucción desde sus cimientos. La llave se había roto, revelando la verdad más profunda: el verdadero poder de la unidad no residía en un objeto, por muy mágico que fuera, sino en la elección consciente de los elfos de forjar su propio destino.

Los fragmentos de Melercir, esparcidos sobre la tierra, resonaban con una promesa silenciosa. La Batalla de Lirindë había sido ganada, el Nigromante derrotado, y el peligro inmediato había pasado. Pero la canción de las Ocho Espadas, lejos de terminar, había revelado un misterio más profundo, una búsqueda aún mayor. La historia de la Novena Espada apenas comenzaba. La verdadera unidad de Valarion, no solo su recuerdo o una visión efímera, ahora dependía de encontrar ese último pilar, de la voluntad de los elfos para reconstruir lo que una vez fue y forjar un futuro nuevo y unificado. La oscuridad se había retirado, pero el camino hacia el verdadero amanecer de Valarion aún estaba por recorrer.

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