Campaña "El despertar de los Dragones" Capítulo IV Parte II

 

Llegada a Cansatien


Cuando llegaron al pueblo, exhaustos por la huida y el viaje a través del portal, lo primero que hicieron fue preguntar dónde se encontraban y a qué reino pertenecía el lugar. Esta última pregunta sorprendió al campesino al que se dirigieron, quien los miró con desconcierto. De todas formas, atribuyó su interrogante a la posibilidad de que estuvieran borrachos y les informó que se encontraban en Cansatien, en el reino de Areqia. Al parecer, el pueblo estaba celebrando algún tipo de festividad.

 El campesino que narra esta historia es un hombre de mediana edad llamado Geralt, de aspecto rústico pero amable, con el rostro curtido por el sol y las manos ásperas de tanto trabajo en el campo. Sus ojos azules brillan con entusiasmo al relatar los eventos que marcaron la reciente historia de Cansatien.

En la historia reciente de Cansatien, un oscuro velo de opresión se cernía sobre el pueblo. Durante medio siglo, un obispo había gobernado con mano de hierro, sumiendo a la población en una era de miedo y represión. Este obispo, envuelto en su autoridad, era temido y respetado por su dominio absoluto sobre el territorio.

Entre las figuras notables de esta era sombría, destacaba la presencia de una dama de belleza insuperable, Isabeau de Olmad. Su rostro angelical ocultaba una existencia enclaustrada por las órdenes del obispo, y su compañero, un lobo imponente, siempre a su lado, pero con secretos que la mirada atenta de Geralt podría desentrañar. Este lobo misterioso, bajo un hechizo encantado, ocultaba una verdad asombrosa: en su interior habitaba Etienne de Cansatien, antiguo jefe de la guardia del obispo, ahora transformado en una bestia.

En medio de este oscuro panorama, surgió un monje llamado Imperius, portador de sabiduría ancestral. Él llevaba consigo el conocimiento necesario para romper la maldición que asolaba a Etienne y liberar a Cansatien de la tiranía del obispo. Un grupo valiente de aventureros, decididos a poner fin al reinado opresivo, se enfrentaron al obispo y a sus seguidores, liberando al pueblo y rompiendo la maldición que atormentaba a Etienne y a la bella Isabeau. Este acto de valentía y heroísmo marcó el inicio de una nueva era para Cansatien, donde la esperanza y la libertad brillaban nuevamente en el horizonte.

En las sombras del amanecer, cuando los últimos ecos del dominio opresivo del obispo se desvanecían, Cansatien se sumía en la incertidumbre. Tres familias poderosas alzaban sus estandartes en la contienda por el control de este pueblo, cada una con su propio legado marcado por la historia y una ambición insaciable por dirigir el destino de aquel rincón ancestral.

Los D'Arvencourt, con su prominente riqueza y una estirpe arraigada en la prosperidad económica, tejían influencias en los círculos financieros más relevantes de la región. Herederos de una red de negocios que se extendía por generaciones, su dominio monetario los erigía como figuras de peso. Pero sus lazos cercanos con el obispo caído desataban una tormenta de desconfianza y desaprobación entre los habitantes, como sombras en la reputación de su fortuna.

La Casa de Valerón, imbuida en una historia entrelazada con alianzas políticas y linajes de nobles, había mantenido su influencia en la política local durante décadas. Sus conexiones estratégicas y enlaces matrimoniales con otras casas poderosas fortalecían su posición. Sin embargo, su estrecha asociación con el obispo previo generaba un eco de suspicacias y malestar entre la gente común, sombras que se alzaban sobre su ilustre linaje.

En contraposición, el Linaje De la Torre emergía como un faro de cercanía con la comunidad de Cansatien. Con un arraigo firme a las tradiciones y una dedicación inquebrantable a la historia del pueblo, los De la Torre eran vistos como guardianes de raíces y valores locales. Su vínculo genuino con los habitantes generaba una confianza única, erigiéndolos como una voz empática y auténtica que resonaba con los intereses más profundos del pueblo.

El pueblo se alzaba bajo el estandarte de la familia Linaje De la Torre, una casa que se mantuvo firme y decidida cuando el obispo aún ostentaba el poder. En tiempos oscuros y opresivos, fueron los únicos que desafiaron abiertamente el dominio del obispo, defendiendo con valentía los derechos y la libertad de los habitantes de la comunidad. Su compromiso con la justicia y la resistencia frente a la tiranía los convirtió en símbolos de esperanza y fortaleza para los ciudadanos que ansiaban un cambio.

Entraron en "La Taberna del Bosque Verde", una acogedora posada de aspecto rústico situada en el corazón del pueblo, con vigas de madera oscura en el techo y paredes adornadas con antiguos tapices. El cálido resplandor de las antorchas y las chimeneas creaba un ambiente acogedor y hogareño, mientras que el aroma tentador de guisos caseros y cerveza recién tirada flotaba en el aire.

Entre los murmullos de la gente, escucharon rumores sobre la familia D'Arvencourt, quienes mostraban un interés repentino en coleccionar un huevo de águila de la zona. Intrigados por la conversación, expresaron su interés en el asunto, momento en el que una niña se acercó a ellos tímidamente, como si estuviera escuchando su conversación desde un rincón oscuro de la posada.

La niña se les acercó tímidamente, con ojos llenos de esperanza y una expresión de angustia en su rostro juvenil. Con voz temblorosa, les contó la historia de un aguilucho.

En la región al sur de Cansatien, se alzaba imponente la finca de la respetada familia D'Arvencourt, cuyo nombre resonaba en toda la región gracias a su reputación por el comercio de rarezas y tesoros. En esta majestuosa residencia, destacaba entre los miembros de la familia el influyente Naechir Orros, conocido por su vanidad y su afán por coleccionar objetos de valor exquisito y exclusivo.

El Señor Orros había puesto su mirada en un tesoro particularmente precioso: un huevo de Gran Águila. Conocido por su riqueza, estaba dispuesto a pagar una fortuna de 500 monedas de plata a quien pudiera entregarle este valioso espécimen para añadirlo a su colección privada.

Sin embargo, para obtener lo que deseaba, el Señor Orros no dudó en recurrir a métodos cuestionables. Contrató a dos rufianes para que se aventuraran hacia la imponente montaña de Ulther, al sur de la región, donde se encontraba el sagrado nido de la Gran Águila. Desafiando los peligros de los picos escarpados y la naturaleza indómita del terreno, estos mercenarios lograron alcanzar su objetivo y hacerse con el codiciado huevo.

Pero su éxito fue efímero. La madre águila, protectora y feroz, regresó a su nido para descubrir el robo y, desatando su ira, se abalanzó sobre los intrusos con una furia descomunal. El enfrentamiento que siguió fue devastador; los rufianes perdieron la vida en la contienda, y el huevo quedó abandonado en medio del caos.

Fue entonces cuando una valiente niña, conmovida por la tragedia y el sufrimiento de la madre águila, encontró el huevo perdido y decidió actuar. Consciente del peligro que representaba enfrentarse a los D'Arvencourt, pero movida por un sentido de justicia y compasión, se acercó los aventureros y les suplicó que la ayudaran a devolver el huevo a su legítima propietaria: la Gran Águila.

El grupo se comprometió a ayudar a la niña y devolver el huevo a su legítima propietaria, pero no sin antes idear un plan astuto para engañar a la familia D'Arvencourt. Con el huevo en su posesión, se dirigieron hacia el alquimista del pueblo, cuya habilidad con las artes alquímicas era bien conocida en la región y quien les había sido recomendado por el posadero del pueblo.

El alquimista, al comprender la situación y saber que estaban planeando estafar a la poderosa familia D'Arvencourt, se ofreció a realizar el trabajo sin costo alguno. Con astucia y habilidad, propuso una solución ingeniosa: crear una réplica del huevo de águila utilizando cáscaras de huevos de gallina. Sin embargo, les advirtió que el proceso llevaría un día completo y que debían asegurarse de que el noble creyera que era un huevo auténtico de águila.

Al salir del taller del alquimista, el grupo se encontró con una figura misteriosa al final de la calle, cubierta por un manto oscuro que inspiraba temor en quienes se cruzaban en su camino.

El encapuchado era una figura envuelta en misterio y sombras, su rostro oculto tras una capucha oscura que apenas dejaba entrever sus rasgos. Su postura era erguida y segura, emanando un aura de poder y determinación. A pesar de su apariencia amenazante, sus movimientos eran ágiles y silenciosos, deslizándose entre la multitud con una gracia felina. Su vestimenta estaba desgastada y cubierta de polvo, indicio de viajes o peripecias pasadas. Aunque su presencia imponía respeto y cautela, también despertaba una curiosidad inquietante, como si tras la capucha se escondiera un enigma por descifrar.

Cuando el encapuchado se topó con el grupo, especialmente con Gandar, su mirada penetrante desencadenó un leve temor en el aventurero, quien se apartó rápidamente de su paso. Mientras tanto, Alma notó una expresión de sorpresa en el rostro del encapuchado al mirarla a ella, lo que provocó que acelerara el paso y desapareciera de la vista al doblar en la primera esquina disponible.

El grupo decidió pasar el día en la posada, disfrutando de unas copas y compartiendo anécdotas mientras el bullicio del local llenaba el ambiente. Mientras estaban sumidos en la charla animada, Alma que todavía no había entrado en la taberna, el encapuchado aprovechó para lanzar un ataque sorpresa. Afortunadamente, Alma logró esquivar el ataque y clamó por ayuda, lo que hizo que sus compañeros salieran en su auxilio de inmediato, interponiéndose entre ella y el encapuchado.

Viéndose ahora en desventaja, el encapuchado optó por la retirada y, tras tocar su anillo, se volvió invisible ante los ojos del grupo. Sin embargo, Gandar intuyó su estratagema y, gracias a su habilidad para percibir lo invisible, corrió hacia el lugar donde había desaparecido el misterioso atacante. Mientras tanto, Alma disparó una flecha al azar, en un intento de alcanzar al enemigo oculto, pero la suerte no estuvo de su lado en esta ocasión.

Finalmente, Gandar localizó al encapuchado no muy lejos de la esquina, quien aún creía estar protegido por su invisibilidad. Con un movimiento rápido y certero, Gandar lo apuntó con su arco y lanzó una flecha que atravesó la clavícula del atacante, haciendo que este volviera a ser visible. La sorpresa se dibujó en el rostro del encapuchado al darse cuenta de que habían descubierto su artimaña, mientras la luz de sus ojos comenzaba a desvanecerse.

Cuando el grupo llegó junto al cuerpo aún con vida del encapuchado, Alma le ofreció una oportunidad de salvación a cambio de información. El encapuchado reveló que había sido la familia D'Arvencourt le daría una muy buena recompensa por el huevo de dragón que había detectado con su talisman. Después de ofrecer toda la información que pudo, Azael se acercó y cortó la garganta del atacante, y Gandar procedió a saquear sus pertenencias antes de incinerar el cuerpo.

Con el peligro neutralizado y un botín obtenido del encapuchado, el grupo regresó a la posada para celebrar su victoria con una merecida borrachera.

Gandar y Azael apenas aguantaron la primera ronda de bebidas, sintiendo el efecto del alcohol casi de inmediato. Mientras tanto, Alma, quizás impulsada por la adrenalina del reciente enfrentamiento o simplemente por mantenerse alerta, parecía inmune a los efectos del licor que fluía sin cesar en la posada. Por otro lado, Weedman, como era de esperar, demostraba su resistencia característica al alcohol, bebiendo como si fuera un enano en plena celebración festiva.

En la posada, preguntaron por el encapuchado que había estado acechando a la gente. El posadero les informó que se trataba del hombre más peligroso de la familia D'Arvencourt, advirtiéndoles que debían tener mucho cuidado si se encontraban con él. El grupo se miró entre sí y dejó escapar una sonrisa de complicidad. Acto seguido, decidieron celebrar con el licor más caro y exquisito que ofrecía la posada.

Gandar, en un giro repentino, se desmayó después de intentar cantar canciones élficas con Azael, a pesar de que ninguno de los dos conocía realmente esa lengua. Mientras tanto, Azael, desafiante como siempre, retó a la persona más imponente de la posada, un medio gigante, a un antiguo juego de piedra, papel y tijera. Con un alarde de confianza, Azael exhibió sus cuatro brazos ante el medio gigante, y la fortuna sonrió a su audacia cuando ganó la apuesta. El medio gigante, sintiéndose desafiado, pero también intrigado por la valentía de Azael, decidió tomar represalias de una manera peculiar. Invitó a Azael a salir con él, dejando atrás todas sus posesiones en la posada como garantía. Azael, confiado y un tanto despreocupado, aceptó la invitación sin dudarlo. Horas después, regresó a la posada en un estado de embriaguez casi total, para sorpresa de sus compañeros, quienes rápidamente se dieron cuenta de su estado. Sin embargo, Azael todavía no había notado el tatuaje recién adquirido en su frente, que proclamaba en letras mayúsculas: "Amo a Gon".

Por la mañana, Azael y Gandar, con una resaca monumental, se levantaron para desayunar. Azael, aun sintiéndose aturdido, tropezó con una niña que estaba cerca. La niña, con curiosidad en los ojos, le preguntó quién era Gon. Azael, con el ceño fruncido y el tono cargado de desdén, pensó que la niña estaba bromeando y le respondió bruscamente. Sin embargo, la niña sacó un pequeño espejo que llevaba consigo y le mostró el tatuaje en su frente. Azael se volvió rápidamente hacia sus compañeros, quienes, al ver el tatuaje, estallaron en carcajadas. Azael, sintiéndose cada vez más frustrado y avergonzado, tomó un cuchillo y, con cortes poco profundos, borró el nombre de Gon de su frente. Entre murmullos y juramentos de no volver a beber, Azael juró que esa sería la última vez que se emborracharía.

La mañana brillaba con un sol radiante, proporcionando el escenario perfecto para engañar a una familia de nobles poco amistosos con el pueblo. Decidieron dirigirse a la imponente mansión de la familia D'Arvencourt en el pueblo. El plan era simple: con el talismán que habían requisado del cuerpo del encapuchado, demostrarían a Orros que el huevo que poseían era auténtico y merecía la recompensa ofrecida.

Al llegar a la mansión, se presentaron como un grupo de aventureros que había recuperado el huevo de águila. Orros, con su habitual expresión altanera, les ofreció una bolsa de 500 monedas de plata como recompensa. Gandar consideró que era poco y comenzó a protestar, pero Azael le lanzó una mirada significativa, advirtiéndole que podía echar al traste el engaño si insistía. Gandar decidió dejarlo estar.

Con una sonrisa de satisfacción en el rostro, Orros les pagó la suma acordada y se guardó el huevo. Luego, el grupo salió de la mansión y se encaminó hacia las montañas para devolver el huevo a su madre.

Mientras avanzaban hacia la montaña, atravesaron un bosque cercano a Cansatien. De repente, dos ardillas boreales, conocidas por su agresividad territorial, lanzaron un ataque sorpresa contra Azael, como si reconocieran su presencia. Lo que no esperaba Azael era la capacidad camaleónica de estas criaturas, cuyos pelajes cambiaban de color de manera sorprendente.

Después de un breve pero intenso enfrentamiento, Azael logró neutralizar a las ardillas. Sin embargo, en lugar de desechar los restos, decidió colgar las colas de las ardillas en sus piernas como un curioso adorno. A medida que avanzaban, las colas continuaban cambiando de color de manera alegre, agregando un toque peculiar al aspecto de Azael mientras continuaban su viaje hacia la montaña.

Mientras avanzaban por un estrecho sendero bordeado por un precipicio, tres imponentes trolls del bosque les tendieron una emboscada. Weedman, con su habilidad innata para lanzar dagas mágicas, derribó a uno de los trolls con un certero lanzamiento al pecho de la bestia. Acto seguido, Alma, Gandar (quien había tomado una poción de vuelo) y Weedman buscaron refugio en un lugar elevado, fuera del alcance fácil de los trolls, desde donde podían atacar.

Los ataques de Alma y Gandar infligían daño a los trolls, pero estos parecían apenas notarlo. Azael, en un acto de desesperación, convocó un elemental de fuego que arremetió con ferocidad contra uno de los trolls, dejándolo inconsciente. Sin embargo, el otro troll respondió con brutales golpes que acabaron rápidamente con el elemental.

Mientras tanto, Alma intentaba lanzar hechizos de control de la tierra, pero sus esfuerzos resultaban infructuosos. En un desafortunado giro de los acontecimientos, Weedman se clavó su propia daga en la pierna, debilitándose momentáneamente. La situación parecía desesperada cuando Gandar se le soltó la cuerda del arco, retrasando su capacidad para atacar.

En un acto de valentía y desesperación, Azael se lanzó sobre el troll restante con todas las armas que tenía a su disposición, asestándole golpes certeros que acabaron finalmente con la bestia. Sin embargo, su alivio fue momentáneo, ya que el troll que había quedado inconsciente se despertó, poniendo al grupo nuevamente en estado de alerta.

Finalmente, gracias al ataque coordinado de todos los miembros del grupo, lograron abatir al troll recién despertado y completar la ardua batalla.

El grupo se embarcó en la búsqueda del cubil de los troles, convencidos de que el botín que podrían encontrar valdría la pena el riesgo. Con aguda percepción, detectaron la entrada del cubil, oculta bajo una ilusión que transformaba una piedra cercana, marcada con una runa, en una apariencia engañosa. Al tocar la piedra y moverla, notaron cómo la ilusión se ajustaba para cubrir la entrada, despertando su curiosidad sobre la extraña protección mágica que rodeaba el lugar. Decidieron que la posible recompensa merecía adentrarse aún más.

Una vez dentro de la estancia, se encontraron con lo que parecía ser una cueva común, nada parecido a un típico cubil de troles. Sin embargo, la perspicacia de Gandar reveló una entrada oculta que generaba una ilusión, haciéndola parecer invisible a simple vista. A medida que se acercaban, la entrada se hacía visible, revelando un pasadizo lo suficientemente grande como para que un trol pudiera pasar sin dificultad.

Ahora sí, habían ingresado en el auténtico cubil de un trol. Una cueva oscura donde solo los elfos podían ver claramente. Gandar conjuró magia para iluminar el camino y exploraron durante un buen rato, encontrando únicamente montones de huesos humanos. Sin embargo, al adentrarse más en la cueva, divisaron un atisbo de luz al final de un túnel, indicando que se acercaban a una zona iluminada por antorchas. Aunque no sabían si lo que encontrarían allí sería bueno o malo, decidieron seguir adelante.

La cueva de los troles es un lugar sombrío y claustrofóbico, donde la oscuridad parece palpable y envuelve cada rincón con su manto denso. Al adentrarse en ella, los aventureros se ven rodeados por paredes de piedra rugosa y húmeda, cubiertas de musgo y líquenes que reflejan la luz de las antorchas con destellos verdes y plateados. El olor a humedad y tierra mojada impregna el aire, creando una atmósfera densa y pesada que se cuela en los pulmones con cada respiración.

El sonido del goteo constante de agua resonando en la distancia agudiza los sentidos de los aventureros, llenando el silencio con una melodía monótona y perturbadora. A medida que avanzan por los estrechos pasadizos, el camino se vuelve cada vez más sinuoso y laberíntico, con giros y vueltas que parecen llevarlos más y más profundo en las entrañas de la tierra.

A lo largo del recorrido, se encuentran con pequeñas cavidades laterales que se ramifican del camino principal, dando la impresión de que la cueva es un laberinto interminable lleno de secretos y peligros ocultos en cada esquina. Las sombras danzantes proyectadas por las antorchas parecen cobrar vida propia, creando ilusiones fantasmales que hacen que los aventureros se sientan constantemente al acecho, como si estuvieran siendo observados por ojos invisibles desde las profundidades de la oscuridad.

Con cada paso que dan, la sensación de estar adentrándose en la boca del lobo se hace más intensa, como si estuvieran acercándose cada vez más al corazón del peligro. Aunque la luz de las antorchas ilumina su camino, también arroja sombras retorcidas que parecen cobrar vida, alimentando sus temores y alimentando su sensación de vulnerabilidad en medio de la vasta oscuridad de la cueva de los troles.

Pronto se encontraron con un río subterráneo, obstáculo que debían sortear. Encontraron un punto donde sería fácil saltarlo, y todos lograron llegar al otro extremo salvo Gandar, quien resbaló en una piedra húmeda y cayó al agua helada. Rápidamente lo sacaron del río, pero al quitarle la ropa, descubrieron que su cuerpo estaba lleno de sanguijuelas, las cuales habían aprovechado el breve tiempo en el agua para adherirse a su piel. Con prontitud, Alma indicó que se deshiciera de la ropa para secarla, y mientras tanto, los demás quemaron las sanguijuelas con fuego.

Una vez que las ropas de Gandar estuvieron secas, decidieron proseguir su camino...

 

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