Llegada a Cansatien
Cuando llegaron al pueblo, exhaustos por la huida y el viaje a través del
portal, lo primero que hicieron fue preguntar dónde se encontraban y a qué
reino pertenecía el lugar. Esta última pregunta sorprendió al campesino al que
se dirigieron, quien los miró con desconcierto. De todas formas, atribuyó su
interrogante a la posibilidad de que estuvieran borrachos y les informó que se
encontraban en Cansatien, en el reino de Areqia. Al parecer, el pueblo estaba
celebrando algún tipo de festividad.
En la historia reciente de Cansatien, un oscuro velo de opresión se cernía sobre el pueblo. Durante medio siglo, un obispo había gobernado con mano de hierro, sumiendo a la población en una era de miedo y represión. Este obispo, envuelto en su autoridad, era temido y respetado por su dominio absoluto sobre el territorio.
Entre las figuras notables de esta era sombría, destacaba la presencia de una dama de belleza insuperable, Isabeau de Olmad. Su rostro angelical ocultaba una existencia enclaustrada por las órdenes del obispo, y su compañero, un lobo imponente, siempre a su lado, pero con secretos que la mirada atenta de Geralt podría desentrañar. Este lobo misterioso, bajo un hechizo encantado, ocultaba una verdad asombrosa: en su interior habitaba Etienne de Cansatien, antiguo jefe de la guardia del obispo, ahora transformado en una bestia.
En medio de este oscuro panorama, surgió un monje llamado Imperius, portador de sabiduría ancestral. Él llevaba consigo el conocimiento necesario para romper la maldición que asolaba a Etienne y liberar a Cansatien de la tiranía del obispo. Un grupo valiente de aventureros, decididos a poner fin al reinado opresivo, se enfrentaron al obispo y a sus seguidores, liberando al pueblo y rompiendo la maldición que atormentaba a Etienne y a la bella Isabeau. Este acto de valentía y heroísmo marcó el inicio de una nueva era para Cansatien, donde la esperanza y la libertad brillaban nuevamente en el horizonte.
En las
sombras del amanecer, cuando los últimos ecos del dominio opresivo del obispo
se desvanecían, Cansatien se sumía en la incertidumbre. Tres familias poderosas
alzaban sus estandartes en la contienda por el control de este pueblo, cada una
con su propio legado marcado por la historia y una ambición insaciable por
dirigir el destino de aquel rincón ancestral.
Los D'Arvencourt, con su prominente riqueza y una estirpe arraigada en la prosperidad económica, tejían influencias en los círculos financieros más relevantes de la región. Herederos de una red de negocios que se extendía por generaciones, su dominio monetario los erigía como figuras de peso. Pero sus lazos cercanos con el obispo caído desataban una tormenta de desconfianza y desaprobación entre los habitantes, como sombras en la reputación de su fortuna.
La Casa de
Valerón, imbuida en una historia entrelazada con alianzas políticas y linajes
de nobles, había mantenido su influencia en la política local durante décadas.
Sus conexiones estratégicas y enlaces matrimoniales con otras casas poderosas
fortalecían su posición. Sin embargo, su estrecha asociación con el obispo
previo generaba un eco de suspicacias y malestar entre la gente común, sombras
que se alzaban sobre su ilustre linaje.
En
contraposición, el Linaje De la Torre emergía como un faro de cercanía con la
comunidad de Cansatien. Con un arraigo firme a las tradiciones y una dedicación
inquebrantable a la historia del pueblo, los De la Torre eran vistos como
guardianes de raíces y valores locales. Su vínculo genuino con los habitantes
generaba una confianza única, erigiéndolos como una voz empática y auténtica
que resonaba con los intereses más profundos del pueblo.
El pueblo se
alzaba bajo el estandarte de la familia Linaje De la Torre, una casa que se
mantuvo firme y decidida cuando el obispo aún ostentaba el poder. En tiempos
oscuros y opresivos, fueron los únicos que desafiaron abiertamente el dominio
del obispo, defendiendo con valentía los derechos y la libertad de los
habitantes de la comunidad. Su compromiso con la justicia y la resistencia
frente a la tiranía los convirtió en símbolos de esperanza y fortaleza para los
ciudadanos que ansiaban un cambio.
Entraron en "La Taberna del Bosque Verde", una acogedora posada de aspecto rústico situada en el corazón del pueblo, con vigas de madera oscura en el techo y paredes adornadas con antiguos tapices. El cálido resplandor de las antorchas y las chimeneas creaba un ambiente acogedor y hogareño, mientras que el aroma tentador de guisos caseros y cerveza recién tirada flotaba en el aire.
Entre los
murmullos de la gente, escucharon rumores sobre la familia D'Arvencourt,
quienes mostraban un interés repentino en coleccionar un huevo de águila de la
zona. Intrigados por la conversación, expresaron su interés en el asunto,
momento en el que una niña se acercó a ellos tímidamente, como si estuviera
escuchando su conversación desde un rincón oscuro de la posada.
La niña se les acercó tímidamente, con ojos llenos de esperanza y una expresión de angustia en su rostro juvenil. Con voz temblorosa, les contó la historia de un aguilucho.
En la región
al sur de Cansatien, se alzaba imponente la finca de la respetada familia
D'Arvencourt, cuyo nombre resonaba en toda la región gracias a su reputación
por el comercio de rarezas y tesoros. En esta majestuosa residencia, destacaba
entre los miembros de la familia el influyente Naechir Orros, conocido por su
vanidad y su afán por coleccionar objetos de valor exquisito y exclusivo.
El Señor
Orros había puesto su mirada en un tesoro particularmente precioso: un huevo de
Gran Águila. Conocido por su riqueza, estaba dispuesto a pagar una fortuna de
500 monedas de plata a quien pudiera entregarle este valioso espécimen para
añadirlo a su colección privada.
Sin embargo,
para obtener lo que deseaba, el Señor Orros no dudó en recurrir a métodos
cuestionables. Contrató a dos rufianes para que se aventuraran hacia la
imponente montaña de Ulther, al sur de la región, donde se encontraba el
sagrado nido de la Gran Águila. Desafiando los peligros de los picos escarpados
y la naturaleza indómita del terreno, estos mercenarios lograron alcanzar su
objetivo y hacerse con el codiciado huevo.
Pero su
éxito fue efímero. La madre águila, protectora y feroz, regresó a su nido para
descubrir el robo y, desatando su ira, se abalanzó sobre los intrusos con una
furia descomunal. El enfrentamiento que siguió fue devastador; los rufianes
perdieron la vida en la contienda, y el huevo quedó abandonado en medio del
caos.
Fue entonces
cuando una valiente niña, conmovida por la tragedia y el sufrimiento de la
madre águila, encontró el huevo perdido y decidió actuar. Consciente del
peligro que representaba enfrentarse a los D'Arvencourt, pero movida por un
sentido de justicia y compasión, se acercó los aventureros y les suplicó que la
ayudaran a devolver el huevo a su legítima propietaria: la Gran Águila.
El grupo se comprometió a ayudar a la niña y devolver el huevo a su legítima propietaria, pero no sin antes idear un plan astuto para engañar a la familia D'Arvencourt. Con el huevo en su posesión, se dirigieron hacia el alquimista del pueblo, cuya habilidad con las artes alquímicas era bien conocida en la región y quien les había sido recomendado por el posadero del pueblo.
El
alquimista, al comprender la situación y saber que estaban planeando estafar a
la poderosa familia D'Arvencourt, se ofreció a realizar el trabajo sin costo
alguno. Con astucia y habilidad, propuso una solución ingeniosa: crear una
réplica del huevo de águila utilizando cáscaras de huevos de gallina. Sin
embargo, les advirtió que el proceso llevaría un día completo y que debían
asegurarse de que el noble creyera que era un huevo auténtico de águila.
Al salir del
taller del alquimista, el grupo se encontró con una figura misteriosa al final
de la calle, cubierta por un manto oscuro que inspiraba temor en quienes se
cruzaban en su camino.
El
encapuchado era una figura envuelta en misterio y sombras, su rostro oculto
tras una capucha oscura que apenas dejaba entrever sus rasgos. Su postura era
erguida y segura, emanando un aura de poder y determinación. A pesar de su
apariencia amenazante, sus movimientos eran ágiles y silenciosos, deslizándose
entre la multitud con una gracia felina. Su vestimenta estaba desgastada y
cubierta de polvo, indicio de viajes o peripecias pasadas. Aunque su presencia
imponía respeto y cautela, también despertaba una curiosidad inquietante, como
si tras la capucha se escondiera un enigma por descifrar.
Cuando el
encapuchado se topó con el grupo, especialmente con Gandar, su mirada
penetrante desencadenó un leve temor en el aventurero, quien se apartó
rápidamente de su paso. Mientras tanto, Alma notó una expresión de sorpresa en
el rostro del encapuchado al mirarla a ella, lo que provocó que acelerara el
paso y desapareciera de la vista al doblar en la primera esquina disponible.
El grupo decidió pasar el día en la posada, disfrutando de unas copas y compartiendo anécdotas mientras el bullicio del local llenaba el ambiente. Mientras estaban sumidos en la charla animada, Alma que todavía no había entrado en la taberna, el encapuchado aprovechó para lanzar un ataque sorpresa. Afortunadamente, Alma logró esquivar el ataque y clamó por ayuda, lo que hizo que sus compañeros salieran en su auxilio de inmediato, interponiéndose entre ella y el encapuchado.
Viéndose
ahora en desventaja, el encapuchado optó por la retirada y, tras tocar su
anillo, se volvió invisible ante los ojos del grupo. Sin embargo, Gandar intuyó
su estratagema y, gracias a su habilidad para percibir lo invisible, corrió
hacia el lugar donde había desaparecido el misterioso atacante. Mientras tanto,
Alma disparó una flecha al azar, en un intento de alcanzar al enemigo oculto,
pero la suerte no estuvo de su lado en esta ocasión.
Finalmente,
Gandar localizó al encapuchado no muy lejos de la esquina, quien aún creía
estar protegido por su invisibilidad. Con un movimiento rápido y certero,
Gandar lo apuntó con su arco y lanzó una flecha que atravesó la clavícula del
atacante, haciendo que este volviera a ser visible. La sorpresa se dibujó en el
rostro del encapuchado al darse cuenta de que habían descubierto su artimaña,
mientras la luz de sus ojos comenzaba a desvanecerse.
Cuando el
grupo llegó junto al cuerpo aún con vida del encapuchado, Alma le ofreció una
oportunidad de salvación a cambio de información. El encapuchado reveló que
había sido la familia D'Arvencourt le daría una muy buena recompensa por el
huevo de dragón que había detectado con su talisman. Después de ofrecer toda la
información que pudo, Azael se acercó y cortó la garganta del atacante, y
Gandar procedió a saquear sus pertenencias antes de incinerar el cuerpo.
Con el
peligro neutralizado y un botín obtenido del encapuchado, el grupo regresó a la
posada para celebrar su victoria con una merecida borrachera.
Gandar y Azael apenas aguantaron la primera ronda de bebidas, sintiendo el efecto del alcohol casi de inmediato. Mientras tanto, Alma, quizás impulsada por la adrenalina del reciente enfrentamiento o simplemente por mantenerse alerta, parecía inmune a los efectos del licor que fluía sin cesar en la posada. Por otro lado, Weedman, como era de esperar, demostraba su resistencia característica al alcohol, bebiendo como si fuera un enano en plena celebración festiva.
En la posada, preguntaron por el encapuchado que había estado acechando a la
gente. El posadero les informó que se trataba del hombre más peligroso de la
familia D'Arvencourt, advirtiéndoles que debían tener mucho cuidado si se
encontraban con él. El grupo se miró entre sí y dejó escapar una sonrisa de
complicidad. Acto seguido, decidieron celebrar con el licor más caro y
exquisito que ofrecía la posada.
Gandar, en
un giro repentino, se desmayó después de intentar cantar canciones élficas con
Azael, a pesar de que ninguno de los dos conocía realmente esa lengua. Mientras
tanto, Azael, desafiante como siempre, retó a la persona más imponente de la
posada, un medio gigante, a un antiguo juego de piedra, papel y tijera. Con un
alarde de confianza, Azael exhibió sus cuatro brazos ante el medio gigante, y
la fortuna sonrió a su audacia cuando ganó la apuesta. El medio gigante,
sintiéndose desafiado, pero también intrigado por la valentía de Azael, decidió
tomar represalias de una manera peculiar. Invitó a Azael a salir con él,
dejando atrás todas sus posesiones en la posada como garantía. Azael, confiado
y un tanto despreocupado, aceptó la invitación sin dudarlo. Horas después,
regresó a la posada en un estado de embriaguez casi total, para sorpresa de sus
compañeros, quienes rápidamente se dieron cuenta de su estado. Sin embargo,
Azael todavía no había notado el tatuaje recién adquirido en su frente, que
proclamaba en letras mayúsculas: "Amo a Gon".
Por la mañana, Azael y Gandar, con una resaca monumental, se levantaron para desayunar. Azael, aun sintiéndose aturdido, tropezó con una niña que estaba cerca. La niña, con curiosidad en los ojos, le preguntó quién era Gon. Azael, con el ceño fruncido y el tono cargado de desdén, pensó que la niña estaba bromeando y le respondió bruscamente. Sin embargo, la niña sacó un pequeño espejo que llevaba consigo y le mostró el tatuaje en su frente. Azael se volvió rápidamente hacia sus compañeros, quienes, al ver el tatuaje, estallaron en carcajadas. Azael, sintiéndose cada vez más frustrado y avergonzado, tomó un cuchillo y, con cortes poco profundos, borró el nombre de Gon de su frente. Entre murmullos y juramentos de no volver a beber, Azael juró que esa sería la última vez que se emborracharía.
La mañana brillaba con un sol radiante, proporcionando el escenario perfecto para engañar a una familia de nobles poco amistosos con el pueblo. Decidieron dirigirse a la imponente mansión de la familia D'Arvencourt en el pueblo. El plan era simple: con el talismán que habían requisado del cuerpo del encapuchado, demostrarían a Orros que el huevo que poseían era auténtico y merecía la recompensa ofrecida.
Al llegar a
la mansión, se presentaron como un grupo de aventureros que había recuperado el
huevo de águila. Orros, con su habitual expresión altanera, les ofreció una
bolsa de 500 monedas de plata como recompensa. Gandar consideró que era poco y
comenzó a protestar, pero Azael le lanzó una mirada significativa,
advirtiéndole que podía echar al traste el engaño si insistía. Gandar decidió
dejarlo estar.
Con una
sonrisa de satisfacción en el rostro, Orros les pagó la suma acordada y se
guardó el huevo. Luego, el grupo salió de la mansión y se encaminó hacia las
montañas para devolver el huevo a su madre.
Mientras avanzaban hacia la montaña, atravesaron un bosque cercano a Cansatien.
De repente, dos ardillas boreales, conocidas por su agresividad territorial,
lanzaron un ataque sorpresa contra Azael, como si reconocieran su presencia. Lo
que no esperaba Azael era la capacidad camaleónica de estas criaturas, cuyos
pelajes cambiaban de color de manera sorprendente.
Después de
un breve pero intenso enfrentamiento, Azael logró neutralizar a las ardillas.
Sin embargo, en lugar de desechar los restos, decidió colgar las colas de las
ardillas en sus piernas como un curioso adorno. A medida que avanzaban, las
colas continuaban cambiando de color de manera alegre, agregando un toque
peculiar al aspecto de Azael mientras continuaban su viaje hacia la montaña.
Mientras avanzaban por un estrecho sendero bordeado por un precipicio, tres
imponentes trolls del bosque les tendieron una emboscada. Weedman, con su
habilidad innata para lanzar dagas mágicas, derribó a uno de los trolls con un
certero lanzamiento al pecho de la bestia. Acto seguido, Alma, Gandar (quien
había tomado una poción de vuelo) y Weedman buscaron refugio en un lugar
elevado, fuera del alcance fácil de los trolls, desde donde podían atacar.
Los ataques
de Alma y Gandar infligían daño a los trolls, pero estos parecían apenas
notarlo. Azael, en un acto de desesperación, convocó un elemental de fuego que
arremetió con ferocidad contra uno de los trolls, dejándolo inconsciente. Sin
embargo, el otro troll respondió con brutales golpes que acabaron rápidamente
con el elemental.
Mientras
tanto, Alma intentaba lanzar hechizos de control de la tierra, pero sus
esfuerzos resultaban infructuosos. En un desafortunado giro de los
acontecimientos, Weedman se clavó su propia daga en la pierna, debilitándose
momentáneamente. La situación parecía desesperada cuando Gandar se le soltó la
cuerda del arco, retrasando su capacidad para atacar.
En un acto
de valentía y desesperación, Azael se lanzó sobre el troll restante con todas
las armas que tenía a su disposición, asestándole golpes certeros que acabaron
finalmente con la bestia. Sin embargo, su alivio fue momentáneo, ya que el
troll que había quedado inconsciente se despertó, poniendo al grupo nuevamente
en estado de alerta.
Finalmente,
gracias al ataque coordinado de todos los miembros del grupo, lograron abatir
al troll recién despertado y completar la ardua batalla.
El grupo se embarcó en la búsqueda del cubil de los troles, convencidos de que el botín que podrían encontrar valdría la pena el riesgo. Con aguda percepción, detectaron la entrada del cubil, oculta bajo una ilusión que transformaba una piedra cercana, marcada con una runa, en una apariencia engañosa. Al tocar la piedra y moverla, notaron cómo la ilusión se ajustaba para cubrir la entrada, despertando su curiosidad sobre la extraña protección mágica que rodeaba el lugar. Decidieron que la posible recompensa merecía adentrarse aún más.
Una vez
dentro de la estancia, se encontraron con lo que parecía ser una cueva común,
nada parecido a un típico cubil de troles. Sin embargo, la perspicacia de
Gandar reveló una entrada oculta que generaba una ilusión, haciéndola parecer
invisible a simple vista. A medida que se acercaban, la entrada se hacía
visible, revelando un pasadizo lo suficientemente grande como para que un trol
pudiera pasar sin dificultad.
Ahora sí, habían ingresado en el auténtico cubil de un trol. Una cueva oscura
donde solo los elfos podían ver claramente. Gandar conjuró magia para iluminar
el camino y exploraron durante un buen rato, encontrando únicamente montones de
huesos humanos. Sin embargo, al adentrarse más en la cueva, divisaron un atisbo
de luz al final de un túnel, indicando que se acercaban a una zona iluminada
por antorchas. Aunque no sabían si lo que encontrarían allí sería bueno o malo,
decidieron seguir adelante.
La cueva de los troles es un lugar sombrío y claustrofóbico, donde la oscuridad
parece palpable y envuelve cada rincón con su manto denso. Al adentrarse en
ella, los aventureros se ven rodeados por paredes de piedra rugosa y húmeda,
cubiertas de musgo y líquenes que reflejan la luz de las antorchas con
destellos verdes y plateados. El olor a humedad y tierra mojada impregna el
aire, creando una atmósfera densa y pesada que se cuela en los pulmones con
cada respiración.
El sonido
del goteo constante de agua resonando en la distancia agudiza los sentidos de
los aventureros, llenando el silencio con una melodía monótona y perturbadora.
A medida que avanzan por los estrechos pasadizos, el camino se vuelve cada vez
más sinuoso y laberíntico, con giros y vueltas que parecen llevarlos más y más
profundo en las entrañas de la tierra.
A lo largo
del recorrido, se encuentran con pequeñas cavidades laterales que se ramifican
del camino principal, dando la impresión de que la cueva es un laberinto
interminable lleno de secretos y peligros ocultos en cada esquina. Las sombras
danzantes proyectadas por las antorchas parecen cobrar vida propia, creando
ilusiones fantasmales que hacen que los aventureros se sientan constantemente
al acecho, como si estuvieran siendo observados por ojos invisibles desde las
profundidades de la oscuridad.
Con cada
paso que dan, la sensación de estar adentrándose en la boca del lobo se hace
más intensa, como si estuvieran acercándose cada vez más al corazón del
peligro. Aunque la luz de las antorchas ilumina su camino, también arroja
sombras retorcidas que parecen cobrar vida, alimentando sus temores y
alimentando su sensación de vulnerabilidad en medio de la vasta oscuridad de la
cueva de los troles.
Pronto se encontraron con un río subterráneo, obstáculo que debían sortear. Encontraron un punto donde sería fácil saltarlo, y todos lograron llegar al otro extremo salvo Gandar, quien resbaló en una piedra húmeda y cayó al agua helada. Rápidamente lo sacaron del río, pero al quitarle la ropa, descubrieron que su cuerpo estaba lleno de sanguijuelas, las cuales habían aprovechado el breve tiempo en el agua para adherirse a su piel. Con prontitud, Alma indicó que se deshiciera de la ropa para secarla, y mientras tanto, los demás quemaron las sanguijuelas con fuego.
Una vez que
las ropas de Gandar estuvieron secas, decidieron proseguir su camino...
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